Mientras
las personas que nos manejan deciden si rescatan a los bancos y el resto de los
mortales preparamos nuestras carteras para pagar el asunto, llama la atención
asomarse a un lugar donde parece que estas cosas no afectan.
En 1835
una niña de 9 años correteaba por la arena de las playas desiertas de Biarritz.
Tanto le gustaba el mar a aquella niña, que en alguna ocasión tuvo que ser
rescatada de las aguas del Cantábrico por los marineros que frecuentaban el
pequeño puerto ballenero. Eugenia, que así se llamaba la niña, nunca olvidaría
aquel lugar y años más tarde regresaría hecha toda una mujer.
En 1852,
por carambolas de la vida, nuestra pequeña Eugenia de Montijo se casó nada más y
nada menos que con Napoleón III, y ella fue quien le convenció a ir a veranear
a aquella costa que de pequeña le gustaba tanto. Al principio se alojaban en un
elegante “chateau”, pero pronto resultó pequeño para albergar a toda la corte
que acompañaba al monarca, así que Napoleón III compró unos terrenitos frente
al mar y mandó construir un palacio al que llamó “La Villa Eugenia”
Piscinita con agua climatizada
Durante
16 años la pareja pasaba los veranos en su grandioso palacio de Biarritz y poco
a poco se fue sumando toda la aristocracia europea.
Fueron
años de juergas, fiestas de disfraces, fuegos artificiales, desfase total… pero
la caída del imperio dió paso a la república y “La Villa Eugenia” cambió de
manos, convirtiéndose en un casino y luego un hotel. A pesar de todo, la
aristocracia de toda Europa (especialmente la rusa) seguía concentrándose en
aquel lugar, siendo aquello la juerga continua.
Tras las guerras mundiales, época oscura donde las
haya, la aristocracia fue dejando paso a artistas, actores, músicos, modistos,
gente de las finanzas, escritores, personajes como Ravel. Chaplin, Hemingway y
la juerga seguía, y seguía, y seguía.
Salones de bailes infinitos
Hoy, al
adentrarse en el “Hotel Du Palais”, es fácil imaginarse esos salones,
comedores, habitaciones y pasillos, llenos de gente en constante fiesta,
rebosantes de alegría. Lo que quizás entristece más, es que hay que imaginarlo,
porque ahora es un lugar serio, con poca gente y donde si hablas un poco más
alto de lo normal te sientes incomodo.
¡Bienvenido al hotel!
Suite Eduardo VII
No sé
explicar porque tanto lujo me ha llevado a cocinar la receta de hoy, quizás el
asunto del veraneo y la sensación de bienestar… no sé. El caso es que voy a
hacer una fideuá a la virulé, es decir, con los ingredientes que tengo en casa
y pensando que no estamos en el Du Palais.
La fideuá
parece que nació en Gandía (Comunidad Valenciana) de las manos de un cocinero
de un barco de pesca, que estaba harto
de ver como el patrón de su embarcación se comía todo el arroz a banda que
preparaba y dejaba sin nada al resto de la tripulación. Un día decidió cambiar
el arroz por pasta para ver si el patrón dejaba comida y resultó que al buen
hombre le gustó aún más. Desde entonces
las tascas del puerto comenzaron a hacer el arroz a banda con pasta en vez de
arroz.
Así que
los ingredientes que yo utilizo son parecidos a los de una paella. Lo mejor
para empezar una fideuá es pasar los tropiezos por la paella (porque se cocina
en paella) y cuando estén en su punto reservarlos. En mi fideuá he puesto lo
que he encontrado en la nevera, unas gambas peladas y unos aros de calamar,
pero la autentica fideuá lleva de todo: sepia, cigalas, rape, mejillones…
Luego en
ese aceite embadurnado de sabor a mar, se comienza a hacer un sofrito con ajo, cebolla (hay
quien no la pone) y tomate. En este momento yo le pongo un poco de sal para
ayudar a las verduras a entregar su sabor, y hay quien añade un poco de
pimentón, pero yo como tengo niños en casa no voy a arriesgar.
Cuando el
sofrito se convierta en un puré maravilloso, es cuando volvemos a introducir
nuestros tropiezos y las pasta especial para fideuá, lo rehogamos todo muy bien
durante un rato, cuanto más mejor.
Con el
tema de la pasta hay un serio debate porque hay gente que piensa que el
canutillo hueco (el que he puesto yo) no es el adecuado y convierte un rico
manjar en un burdo plato de pasta. Sí que es cierto que la fideuá autentica utiliza
la pasta número 3 ó 4 (bastante más fina) y que hay que rehogarla de manera que
quede medio tostada. Luego, al cocerla, suele asomar como queriendo escapar de
ese mar de sabor. Pero bueno es lo que tenía en casa…
Una vez
rehogado todo el mejunje, llega el momento clave: el fumé. Ese caldo que
hicimos con los restos de merluza, o langostinos, o lo que sea y que lleva en
el congelador ni se sabe el tiempo… Una buena fideuá sólo lo es, si lleva un
buen fumé.
Dejar que
hierva hasta que la pasta esté a punto, y luego dejar reposar con un trapo,
tapando la obra de arte que acaba de nacer.
Por
supuesto acompañar con un “all í oli” (ajo y aceite) que en este caso he
resuelto haciendo una mayonesa normal con medio diente de ajo.
Y aquí
está esta joya culinaria que Napoleón III no puedo probar y nosotros sí. Pobre
Napoleón III, mucho palacio pero sin fideuá.
Buenísimo, con los fideos canuteros y todo.
ResponderEliminarGracias Mara! a ver si la próxima la hago con tropiezos de verdad
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