miércoles, 12 de diciembre de 2012

Fideuá de lujo

Mientras las personas que nos manejan deciden si rescatan a los bancos y el resto de los mortales preparamos nuestras carteras para pagar el asunto, llama la atención asomarse a un lugar donde parece que estas cosas no afectan.
En 1835 una niña de 9 años correteaba por la arena de las playas desiertas de Biarritz. Tanto le gustaba el mar a aquella niña, que en alguna ocasión tuvo que ser rescatada de las aguas del Cantábrico por los marineros que frecuentaban el pequeño puerto ballenero. Eugenia, que así se llamaba la niña, nunca olvidaría aquel lugar y años más tarde regresaría hecha toda una mujer.
En 1852, por carambolas de la vida, nuestra pequeña Eugenia de Montijo se casó nada más y nada menos que con Napoleón III, y ella fue quien le convenció a ir a veranear a aquella costa que de pequeña le gustaba tanto. Al principio se alojaban en un elegante “chateau”, pero pronto resultó pequeño para albergar a toda la corte que acompañaba al monarca, así que Napoleón III compró unos terrenitos frente al mar y mandó construir un palacio al que llamó “La Villa Eugenia”
Piscinita con agua climatizada
Durante 16 años la pareja pasaba los veranos en su grandioso palacio de Biarritz y poco a poco se fue sumando toda la aristocracia europea.  
Fueron años de juergas, fiestas de disfraces, fuegos artificiales, desfase total… pero la caída del imperio dió paso a la república y “La Villa Eugenia” cambió de manos, convirtiéndose en un casino y luego un hotel. A pesar de todo, la aristocracia de toda Europa (especialmente la rusa) seguía concentrándose en aquel lugar, siendo aquello la juerga continua.
Tras  las guerras mundiales, época oscura donde las haya, la aristocracia fue dejando paso a artistas, actores, músicos, modistos, gente de las finanzas, escritores, personajes como Ravel. Chaplin, Hemingway y la juerga seguía, y seguía, y seguía.
Salones de bailes infinitos 
Hoy, al adentrarse en el “Hotel Du Palais”, es fácil imaginarse esos salones, comedores, habitaciones y pasillos, llenos de gente en constante fiesta, rebosantes de alegría. Lo que quizás entristece más, es que hay que imaginarlo, porque ahora es un lugar serio, con poca gente y donde si hablas un poco más alto de lo normal te sientes incomodo.
¡Bienvenido al hotel!
Suite Eduardo VII
No sé explicar porque tanto lujo me ha llevado a cocinar la receta de hoy, quizás el asunto del veraneo y la sensación de bienestar… no sé. El caso es que voy a hacer una fideuá a la virulé, es decir, con los ingredientes que tengo en casa y pensando que no estamos en el Du Palais. 
La fideuá parece que nació en Gandía (Comunidad Valenciana) de las manos de un cocinero de un barco de pesca,  que estaba harto de ver como el patrón de su embarcación se comía todo el arroz a banda que preparaba y dejaba sin nada al resto de la tripulación. Un día decidió cambiar el arroz por pasta para ver si el patrón dejaba comida y resultó que al buen hombre le gustó aún más.  Desde entonces las tascas del puerto comenzaron a hacer el arroz a banda con pasta en vez de arroz.
Así que los ingredientes que yo utilizo son parecidos a los de una paella. Lo mejor para empezar una fideuá es pasar los tropiezos por la paella (porque se cocina en paella) y cuando estén en su punto reservarlos. En mi fideuá he puesto lo que he encontrado en la nevera, unas gambas peladas y unos aros de calamar, pero la autentica fideuá lleva de todo: sepia, cigalas, rape, mejillones…
Luego en ese aceite embadurnado de sabor a mar, se comienza  a hacer un sofrito con ajo, cebolla (hay quien no la pone) y tomate. En este momento yo le pongo un poco de sal para ayudar a las verduras a entregar su sabor, y hay quien añade un poco de pimentón, pero yo como tengo niños en casa no voy a arriesgar.
Cuando el sofrito se convierta en un puré maravilloso, es cuando volvemos a introducir nuestros tropiezos y las pasta especial para fideuá, lo rehogamos todo muy bien durante un rato, cuanto más mejor.
Con el tema de la pasta hay un serio debate porque hay gente que piensa que el canutillo hueco (el que he puesto yo) no es el adecuado y convierte un rico manjar en un burdo plato de pasta. Sí que es cierto que la fideuá autentica utiliza la pasta número 3 ó 4 (bastante más fina) y que hay que rehogarla de manera que quede medio tostada. Luego, al cocerla, suele asomar como queriendo escapar de ese mar de sabor. Pero bueno es lo que tenía en casa… 
Una vez rehogado todo el mejunje, llega el momento clave: el fumé. Ese caldo que hicimos con los restos de merluza, o langostinos, o lo que sea y que lleva en el congelador ni se sabe el tiempo… Una buena fideuá sólo lo es, si lleva un buen fumé.
Dejar que hierva hasta que la pasta esté a punto, y luego dejar reposar con un trapo, tapando la obra de arte que acaba de nacer.
Por supuesto acompañar con un “all í oli” (ajo y aceite) que en este caso he resuelto haciendo una mayonesa normal con medio diente de ajo.
Y aquí está esta joya culinaria que Napoleón III no puedo probar y nosotros sí. Pobre Napoleón III, mucho palacio pero sin fideuá.    

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